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Para la educación la verdad es un problema.

Convengamos en que educar no es lo mismo que instruir ni lo mismo que adiestrar.  Es, más bien, el resultado de un encuentro entre dos seres que tienen conocimientos y capacidad de comprensión diferentes, y ese resultado se espera que sea auténtico y mutuamente satisfactorio, más que verdadero, en el sentido de universal e inmodificable.

Si bien el educador busca lo mejor para el educando, lo mejor no siempre es lo deseable o lo posible, así que debemos tomar en cuenta cada circunstancia y a cada persona para adelantar una educación adecuada, y para esta opción la verdad puede ser el peor camino.

Además, como educar implica avanzar mediante las propias fuerzas, aunque la verdad sea una línea de orientación conveniente, no se puede imponer lo que no se puede asimilar, y frecuentemente nos encontraremos aceptando soluciones incorrectas simplemente porque son las únicas posibles bajo las circunstancias reales.

Si usted es un educador natural o profesional, habrá vivido la experiencia de encontrarse frente a un niño que lo insulta o le dice groserías.  Usted sabe que lo que ese niño le dice, además de que es una copia de lo que ha escuchado decir a los adultos, no tiene el trasfondo y la intención que a primera vista se le podría adjudicar; usted sabe que ese niño tiene rabia y está utilizando las herramientas con que cuenta, pero que no está incurriendo en una falta ‘de verdad’, sino poniendo en práctica lo que hasta ahora ha aprendido.  Por eso usted le hace entender en ese momento o un poco más tarde, que hay otros recursos para reclamar o para hacer conocer el enojo; usted le da otras herramientas, y en lugar de castigarlo, convierte esa circunstancia en una oportunidad de aprendizaje.

La verdad no se salvó en este caso.  Si hubiéramos defendido la verdad, tal vez hubiéramos debido ser más drásticos, pero lo que importa es el proceso de aprendizaje que logramos a partir de cada experiencia, y no la salvaguarda de lo que la verdad dice que está bien.

La realidad y el manejo que hagamos de ella en cada momento, son los ejes de todo aprendizaje, inclusive de aquellos aprendizajes que requieren finalmente una total precisión.

Si en el intento de establecer el número de baldosas de 20 centímetros de lado que tiene un patio rectangular de tres metros por cinco metros, el niño dice una cifra errónea, desde luego que no importa y que insistiremos más en su logro porque empleó el recurso adecuado para el cálculo.

Porque en la educación importa mucho más el proceso que se va cumpliendo para obtener los resultados, que los resultados mismos.

Esto quiere decir, en realidad, que importa mucho más el niño y el vínculo que puede establecer con el educador, sea éste profesional o no, que la verdad que se pretende defender por parte de los adultos.

Si hay algo que sea cierto, algún día, mediante el manejo espontáneo y libre de la realidad, el niño lo podrá descubrir.  A lo mejor, también, puede que descubra que no lo es, o que solo es cierto bajo determinadas circunstancias.  Pero una verdad impuesta o exigida a expensas de la calidad del vínculo que se pueda establecer entre el adulto y el niño, sirve de muy poco.  Mejor dicho, de nada.  La verdad no tiene importancia a la hora de educar.

¿Usted se ve a sí mismo tratando de establecer quién tiene la razón entre dos niños que se acusan de haber recibido golpes el uno del otro?  Si la respuesta es SÍ, usted está educando para la verdad.  Si lo que usted intenta es lograr que cada uno de los niños aprenda a tratarse con respecto y sin irse a las manos, usted ya va por buen camino.  Está manejando la realidad, sin importarle quién tiene más razón.  Felicitaciones.

Pronombres «antipersonales».

Si usted dice «me gusta», «me duele» entendemos claramente que está valorando una experiencia propia. Si dice «alguien me llama», «mi hermano me escucha», entendemos que se refiere a lo que otro hace en relación con usted.

¿Qué entendemos cuando alguien dice «mi hija no me come», «mi niño me va a perder el año», «la bebé me hizo fiebre», «mi esposo me está llegando muy tarde»?  Entendemos que la hija come para la mamá, que el niño cursa el año para el padre, que la bebé hizo fiebre para la mamá, que el esposo se tarda ‘contra’ la señora. No comen o cursan un año o se enferman o llegan tarde por ellos mismos, sino en función de otros.

Estas formas de trato son usadas por personas que no diferencian su propia identidad de la del otro, en especial si son sus hijos, alumnos u otras personas relacionadas. Las ven como apéndices suyos. Más delicado aún, así las educan: dependientes y sumisas si aceptan ese molde; rebeldes y agresivas, si no.

Desde luego, a la luz de las intenciones de cualquier padre o profesor, no es esto lo que se pretende. Siempre las mejores intenciones subyacen a sus actos, pero con este «me», los resultados son inevitablemente negativos.

No solo el niño siente que sus actos afectan de manera esencial a ese adulto; sus logros y sus fracasos tampoco los puede asumir como propios. Siempre, en función de la aceptación o el enojo de esa persona para quien hace todo.

Adquirir autonomía y responsabilidad auténticas es difícil para quien sea tratado así.

El adulto también sufre o goza en falso. Todo lo que su niño hace mal es una herida, y lo que hace bien no es un logro de quien está creciendo, sino una gratificación propia.

Empezar a resolver esta dificultad es muy fácil:

Trate a sus hijos desde bebés como sujetos independientes. Reconozca los logros y los errores de ellos como lo que son: de ellos.

Cuando a su hijo le diga «estás comiendo poco», en lugar de «me estás comiendo poco», usted notará una diferencia entre los dos. Verá que su hijo le da satisfacciones, aunque también, dolores de cabeza, pero él será él tratando de aprender a vivir, mientras usted vive su propia vida.

En suma, el «me», así usado, es un ‘pronombre antipersonal’ del que debemos cuidarnos.

Ser padres implica aprender algunas cosas, pero mucho más, mantener intención y actitud educadoras.

Recordemos que educar es la manera como influimos sobre otros con nuestro comportamiento.  Si no le agregamos intención y actitud, es muy seguro que terminaremos maleducando y maltratando: todo lo contrario de lo que queremos.

Porque nuestro comportamiento habitual, despreocupado, a la luz de nuestra cultura, suele ser reactivo, y no pocas veces intolerante.  Respondemos a los demás desde las vísceras, más fácilmente que desde el corazón o desde la cabeza.  Basta ver lo que ocurre a diario entre adultos y niños en los salones de clases, en los hogares: en las calles entre los conductores; lo mismo en las oficinas entre clientes y encargados; en todas partes.

Pero educar no demanda tantos conocimientos.  Lo que sí requiere es una actitud y una intención.  Si queremos que nuestros niños, niñas y jóvenes respondan a criterios generales de buena educación, no tenemos otro remedio que ser auténticos y cuidar de nuestro comportamiento con ellos.  El enjuiciamiento, la censura, los gritos, la descalificación no sirven para nada bueno aunque nos sintamos llenos de razón y de derecho.

Una actitud educadora, entonces, busca incidir auténticamente sobre el comportamiento de los hijos o estudiantes.  Muchos padres y docentes buscan en los libros, en los seminarios y en las conferencias las claves para educar, pero frecuentemente lo que esperan son fórmulas y claves que les permitan resolver rápidamente y sin mucho esfuerzo las dificultades que creen ver en los pequeños.

Sin que ignore el valor de estos apoyos teóricos tan importantes, recomiendo volver la mirada sobre cada vínculo, sobre lo que ocurre en la vida cotidiana entre usted y cada uno de esos niños sobre los que quiere obtener logros para la vida.

Fíjese a qué responden mejor, cuáles son sus gustos (los suyos y los de ellos), cómo se pueden combinar, en qué los puede acompañar mejor, qué se le dificulta más, cuáles actitudes suyas los perturban y cuáles los apaciguan, qué consideran castigo, qué consideran recompensa.  Es decir, conozca en detalle a su hijo o alumno y a usted mismo en relación con ellos.

Una vez que va teniendo más claridad, olvídese de la represión y del condicionamiento y ábrase a la magia de construir con ellos todo lo que quiera mediante la escucha, la observación, la pregunta y el acompañamiento.

Si usted se acerca desprevenido, verá cómo sus hijos le enseñan a asumir las mejores actitudes; las combina con sus buenas intenciones educativas, y descubrirá que los resultados son sorprendentes.

Tiene que “meterse”, entonces, en esos vínculos, y hacerlos crecer.  Desde afuera no resulta.  Sus claves y sus fórmulas los descubre usted y los construye con ellos.  Lo de afuera no es más que lo mejor que otros han encontrado para ellos.  Pero verá que nada de lo de afuera es mejor que lo que usted y sus chicos construyen en conjunto.

La vida es la mejor maestra cuando uno se dispone voluntaria y conscientemente a escucharla.


Diálogo con los lectores:

“He oído que no es bueno comparar a los hermanos…?”.  René Solórzano.

 

La comparación no es el mejor camino para educar a los hermanos.  Cada uno, por más parecido que sea al otro, tiene sus propias ideas, reacciones, actitudes… de tal manera que no se debe esperar que actúen de la misma forma, por parecidas que sean las circunstancias que vivan.

Debemos educar para aprender a manejar las diferencias.  No es un capricho; es una realidad: todos somos diferentes.  Jorge Alba.

Para un diálogo provechoso debe haber una auténtica actitud de escucha

El diálogo es, tal vez, la herramienta para el entendimiento mutuo más promovida, y a la vez, más truculenta. Muchas personas dialogan más pensando en ganar que en comprender los argumentos del otro.

Casi siempre se parte de una posición, que no es otra cosa que el punto de vista parcial que se asume al empezar a dialogar.  A partir de ese momento ya se está parapetado en un sitio, y se intenta demostrar la validez de las reflexiones y de los argumentos propios, que serían más coherentes y más claros y reales que los del interlocutor.

Con frecuencia, cuando se siente que los argumentos de la otra persona son más contundentes, surge como defensa la descalificación del otro como forma de desautorizar sus opiniones o puntos de vista.

Todos en algún momento de nuestras vidas, y algunas personas muy frecuentemente, usamos este esquema.

Desde luego que así no se llegará jamás al entendimiento.  A lo sumo, al sometimiento del otro, que no es en sentido alguno, algo deseable.

Para un diálogo provechoso es imprescindible una actitud de escucha franca y real.  El interés tendría que estar centrado no solo en argumentar con claridad; también en tratar de captar con total honestidad lo que el otro dice, y proponerse asimilarlo para establecer dónde están las coincidencias y las diferencias.

Pero usted habrá sido testigo de la infinidad de veces en que uno de los interlocutores casi no puede esperar a que la otra persona termine de decir lo que está diciendo: menea la cabeza o empieza a expresar monosílabos que pretenden cortar el discurso del otro, o a tamborilear con los dedos.  Es claramente notorio que no está escuchando.  Apenas, mostrando que ya no puede esperar más para decir lo contrario de lo que le están diciendo.

En esos casos hay diálogo “técnicamente hablando”, pero no hay posibilidad de encuentro ni de conclusiones compartidas.  Es un diálogo estéril.

Haga el intento: busque que el diálogo sea una fuente de nuevos acuerdos, de reconocimiento del otro. Descubra el enriquecimiento mutuo y la enorme satisfacción que produce abrir las posibilidades de ampliación de sus criterios y de los criterios ajenos.  Las vivencias de logro, de encuentro, de ganancia son enormes, y solo se necesita practicar esa buena disposición a la escucha y al conocimiento de ese otro que desea compartir sus puntos de vista con nosotros.

No permitamos que esas oportunidades de mejoramiento de nuestros vínculos se nos vuelvan lo que un adolescente llamaba “dialogazos”, aludiendo a cómo sentía cada uno de esos encuentros con su padre, con el propósito de  “dialogar”.

Con un pequeño esfuerzo de atención, simplemente, y cuidándonos de no caer en las distorsiones ya anotadas, podremos rescatar el verdadero diálogo y sus maravillosas consecuencias para el entendimiento que tanta falta nos hace hoy por hoy.


 

Sentimientos y emociones son los ejes fundamentales de la educación

Los buenos educadores son aquellos que mejor comprenden el mundo afectivo de niñas, niños y jóvenes, sea cual sea el rol a partir del cual educan.  Padres, madres, docentes, cuidadores u otros, mientras no identifiquen adecuadamente la vida afectiva de estas personas a quienes pretenden educar, y no manejen también, su propia vida emocional, difícilmente obtendrán los mejores logros en su tarea.

Por supuesto que no son menos importantes las actividades académicas, pero toda acción educativa, antes que nada es una acción humana y debe tener presente lo que causa emocionalmente en los involucrados.

El origen de las vocaciones, por nombrar un ejemplo, tempranas o tardías, siempre está vinculado a la calidad de la interacción humana entre quien “contagia” y quien “descubre” su destino.  De igual manera, las falsas vocaciones, las materias odiadas, las disciplinas sobre las que mucha gente se siente al margen y sin interés alguno, nacen de vínculos tortuosos o dañinos o de desinterés, creados por adultos no conscientes de la importancia del estado emocional que provocan en sus pupilos mientras se cumple el proceso educativo.

Creo que resulta claro que cuidar el estado emocional de niñas, niños y jóvenes no significa crear ambientes empalagosos o andar mimando y diciendo palabras dulces a todo momento.  Se trata más bien de conocerlos y de aprender a identificar sus manifestaciones de tranquilidad, de alegría, de entusiasmo, de serenidad, tanto como las de preocupación, de tristeza, de agobio o de desinterés.  Cuidar para que predominen unas más que las otras es tan importante como saber atender de la mejor manera los momentos difíciles que vivan nuestros estudiantes o hijos.

No existen claves universalmente aplicables, que al aprenderse nos habiliten para el encuentro.  Con cada persona hay que descubrirlas y aplicarlas.  Lo que sí es cierto es que con el paso del tiempo se nos hacen más evidentes y manejables.  Esta es la sabiduría de la creación de buenas relaciones y de buenos vínculos.

Eso sí, es necesario tener interés en que esto se produzca, porque se vive de manera muy generalizada, más bien, la confrontación y el reproche.  Parece que pensáramos que siempre tenemos la razón y que los demás lo único que deben hacer es seguirla al pie de la letra y listo. Estamos muy equivocados.

Ya hemos visto en otros momentos que no hay verdades absolutas en términos de lo que ocurre entre las personas y sus intentos de compartir o convivir o educar o lo que sea que hagan unos con otros.  Por esta razón, doblemente equivocados nos encontramos cuando queremos imponer nuestro punto de vista: porque no tenemos la razón aunque así lo creamos, y porque imponerla violenta a los demás, y más aún si de personas jóvenes se trata.  Mientras más jóvenes más frágiles y susceptibles de salir más afectadas con estas inadecuadas formas de trato.

Entonces, no es melosería, como tantas personas entienden, y con razón rechazan, lo que se propone y se sabe útil.  Es más respetar al otro a partir de conocerlo mejor y de considerar sus formas propias de experimentar y de actuar.

Desde luego, y para nada menos importante, tomarnos en cuenta a nosotros mismos en relación con lo que sentimos y experimentamos con cada una de las personas que tratamos.  No para buscar la razón, sino para encontrar la forma de entendernos mejor.  Es un cambio de actitud, pero tan valioso que podríamos construir una sociedad distinta y mejor, si así fuera.  Está abierta la invitación.


 

«Soy insoportable: siempre tengo la razón»

 

Muy pocas personas serían capaces de decir esto, pero son muchos los que incurren en esta conducta.  Claro que sin reconocer que pueden ser insoportables.

La persona que «tiene la razón» y «lo sabe», podría mostrar un comportamiento humilde y no entrar en conflicto con los demás, pero resulta muy tentador, y de hecho es lo que suele ocurrir: andar corrigiendo a todo el mundo, andar diciendo lo que está bien y lo que está mal, contradiciendo a todo el que se cruza, pontificando sobre lo habido y por haber.  ¿Conoce usted a alguna persona así?  De seguro que no solo a una.

Alguien que sabe que sabe, debería sentirse muy seguro de sí mismo, y en una conversación podría dar su punto de vista sin necesidad de apabullar a los demás, o mejor aún, admitiendo que puede haber otros puntos de vista, otras verdades, otros criterios más amplios o más restringidos; en fin, otras realidades que por existir no atentan contra sus convicciones.

Sabemos que es así, pero que no son muchos los que tienen esa actitud en relación con los criterios ajenos.  Más frecuente es encontrarse con personas que contradicen, que descalifican, que incluso maltratan y ofenden a los que no piensan como ellos.  Lo curioso: mientras más pontifican, menos se les cree.

Es razonable que así ocurra -que no se les crea-, porque intuitivamente no más, quienes los escuchan asumen una actitud escéptica.  Es como si no se les pudiera creer, porque ¿quién que «realmente sabe» es tan duro y tan arrogante con los demás?

Es decir, quien tanto se ufana de tener la razón, termina no teniéndola.  Bien sea porque en sentido estricto no la tiene o porque su forma de actuar es tan contradictoria con la serenidad del que sí sabe, que no se le puede creer.

Quien apabulla con sus «verdades», quien ofende a quien no piensa como él, en el mejor de los casos solo muestra que no es capaz de trascender la relatividad de su «sabiduría».  Nadie sabe todo sobre todo, y el que se lo cree, lo único que muestra es que sus argumentos no tienen contundencia, razón por la cual intenta ser contundente de otra forma.  De una mala forma.

Lo que significa, para decirlo con mayor claridad, que el que sabe no daña.  El que daña es el que identifica la debilidad de su saber pero no quiere reconocerla, o el que sí sabe pero no se da cuenta de que no le alcanza para sentirse seguro con lo que tiene y busca lograrlo imponiéndose por la fuerza.

Quienes poseen conocimiento y sabiduría auténticos no excluyen ni persiguen.  Buscan desentrañar más verdades, apoyan al que sabe y al que no sabe.  Son gregarios en su intención, y su actitud siempre suma, siempre acompaña.  Sus discrepancias son serias y leales, sin dañar al otro, sin causar dolor.  No es necesario.

Todos conocemos personas convencidas de su «superioridad».  No son más ni menos que los demás.  Tampoco.  Se puede correr el riesgo de calificarlos mal e incurrir en el mismo error que se invita a corregir.

Con que intentemos lograr la cercanía que un buen diálogo propicia, sería suficiente para aportar algo a la saludable y necesaria convivencia armónica.

Que identificar sesgos y actitudes inconvenientes no nos lleve a censurar ni a segregar.  Es solo un ejercicio de comprensión, de claridad, que nos ayude a conocer mejor el mundo en que vivimos, y a definir mejor el mundo que queremos.

No se trata de que todo valga.  Rechazamos los malos modos, pero no a las personas que los pueden tener.

No hay censura buena que nos habilite a censurar.  Nadie a nadie.

Si no hay una visión educativa amplia, las emociones nos pueden desbordar

A los niños los confunde mucho que un día se los vea como ángeles, y otros días como demonios.  En ellos, mucho más que en los adultos, existe la vivencia de unidad de su ser.  Se saben uno solo siempre.  Por eso no entienden que algunas veces se los trate con amor, y otras veces con odio.

Y esta conducta de los adultos se presenta, frecuentemente, entre otras razones, porque se tiene la tendencia a reaccionar a partir de una mirada muy estrecha sobre los actos de los niños y de las niñas.  Cuando hacen algo que satisface, mimos y cariño; cuando hacen lo que no gusta, maltratos y descalificación.  Se educa, así, en forma reactiva.  Para cada acción, una reacción.

Esta modalidad de trato a los niños carece de toda coherencia.  No implica un criterio educativo, sino un impulso emocional.

Y puede ser peor.  El día en que una acción del niño no le genera malestar al adulto porque está contento por otra razón, no hay reacción como la de siempre, y en lugar de castigar, disculpa o actúa con indiferencia.  El día que está enojado, aunque perciba un comportamiento correcto del niño o de la niña, puede tratarlo mal, porque en realidad está molesto por otra cosa.  En lugar del mimo se da el maltrato.  Para los niños la confusión es total.

Es necesario contar con un criterio educativo y moverse en función de él para que las acciones resulten coherentes para todos.

Las actitudes frente a los pequeños deben corresponderse con una visión amplia de lo que se desea para ellos y es necesario mantener una coherencia entre actos, palabras y principios, tratando de no dejarse llevar por el malestar o el bienestar del momento.  Cuando se juzgan los actos en función del estado de ánimo se cae de inmediato en la arbitrariedad, pero de manera más grave, en la incoherencia, lo que acarrea un desorden para todos porque ya no se sabe qué vale y qué no vale, ni cuándo ni cómo.  Corregir estas confusiones después, es particularmente difícil.

No castigue ni premie cada pequeño acto como si fuera el único.  Mantenga su línea educativa: puede ser tolerante o un poco directivo o acompañante o lo que sea que quiera ser, pero de manera amplia, en términos generales, y no en relación con cada detalle del comportamiento de su hijo.  Suelte cuerda, como a las cometas, para que el niño recorra camino.  Y recoja cuerda de vez en cuando, serenamente, de a poco, para que el niño corrija el rumbo.  No suelte y recoja a cada momento porque se enloquece él y se enloquece usted.

Es lo mismo que en otras actividades de la vida.  La persona que hace cuentas todos los días, todos los días tiene la posibilidad de preocuparse o de tranquilizarse, pero día a día mantiene la zozobra.  La persona que maneja su presupuesto semanal o mensual o semestralmente, maneja otro tiempo, otro ritmo, las preocupaciones son más esporádicas.  Tiene otro manejo de la vida.

Educar es parecido: usted puede vivir en la zozobra diaria o haciendo ajustes de tanto en tanto.  Mientras, en el diario vivir, usted sabe para dónde va, pero con la observación y el acompañamiento va descubriendo cuáles serán los cambios de rumbo que deba hacer y cuándo será la mejor oportunidad de hacerlo.  Entonces, difícilmente lo hará al influjo del momento, de lo que le dicten las emociones, que es la peor forma de tratar de educar.


 

Vínculos – Relaciones

Las relaciones interpersonales presentan variaciones de acuerdo con los niveles de compromiso involucrado por sus actores. Pueden ir desde las más superficiales, instrumentales, de circunstancia, a las que llamaremos propiamente relaciones, hasta las que comprometen sentimientos, emociones, pensamientos, acciones y principios, a las que llamaremos vínculos. En el primer caso, la trascendencia que adquiere esta forma de relación para sus actores es muy baja, mientras que en el segundo, la trascendencia y el compromiso adquiridos son de importante magnitud.

En las relaciones la comunicación frecuentemente es lacónica, puntual, económica y efectiva, como en el caso de una relación de conveniencia, en un trámite, en una circunstancia transitoria. Pero también suele ser empobrecedora, impersonal, deshumanizada y deshumanizante. En los vínculos la comunicación es intensa, comprometida emocionalmente, toma en cuenta al otro como otro diferente pero de la misma naturaleza, y no como un objeto que debiera cumplir con deseos y necesidades ajenos.

Solo en el vínculo, entendido como el intercambio que toma en cuenta los sentimientos, pensamientos, acciones y principios de los interlocutores, tanto como sea posible, se produce la auténtica conversación. En lugar de simplificar y reducir al otro, surge la posibilidad de integrarlo como sujeto cabal en la relación que se comparte.

En la versión positiva del vínculo el involucramiento de todas las instancias mencionadas del ser conduce a que las relaciones adquieran un alto significado y valoración para la persona en cuestión, y a que con  ello apunte a la creación de una modalidad de encuentro que permita el crecimiento y el intercambio favorables, no solo para él, sino de igual manera para el otro.

En su versión negativa también existe el compromiso, pero hay una comprensión equívoca de la otra persona, en general a partir de un sesgo aportado desde sí mismo y no desde el otro.

Regale lo que quiera sin enloquecer

Pocas experiencias tan gratificantes y amorosas como las de regalar y de recibir regalos, con su carga de expectativa y de sorpresa, de encanto y de fascinación… a no ser que se trate de la cada vez más espantosa maratón de compras y regalos para la Nochebuena.  Qué dolor de cabeza.

Lo que debiera mantenerse como un hermoso tiempo de magia y de encuentro ha llegado a convertirse para muchos en una tortura sin igual.

Y todo, porque todos, sin excepción, nos sentimos obligados a regalar, y ¿qué gratificación puede surgir de dos cosas tan contradictorias como querer regalar y sentirse obligado a hacerlo, y por si fuera poco, al tiempo con todo el mundo?

Como decía, es una maratón, pero además una suerte de insensatez colectiva y costosa.

No todo queda ahí, sin embargo.  Hay que decidir si a los niños se les compra ropa como para “matar dos pájaros de un solo tiro”, aunque ya sabemos que van a protestar un poco, o los tiernos juguetes tradicionales que a ustedes como padres les gustan tanto, pero que a los niños y a las niñas no los motivan ni poquito, o el último de moda, electrónico, sofisticado y costosísimo que les permitirá a ellos quedar muy “in” con los amiguitos, aunque corriendo el riesgo de que les parezca horrible porque van a comparar con los de los otros que siempre pueden ser más modernos y más sofisticados, aunque (y en eso qué niño piensa) muchísimo más costosos.

En fin, que regalar para estas épocas se ha convertido en un oscuro y peligroso laberinto, y eso sin entrar en detalles sobre lo riesgoso que puede resultar para la estabilidad emocional la obligación de regalar a tías y tíos, cuñados y concuñados, primos, compañeros de trabajo y sus respectivos hijos, por ejemplo, que también pueden estar en la lista.

Volvamos a los niños, entonces.  Qué bueno fuera que no se perdiera el espíritu original de estas celebraciones y que, aun manteniendo la importancia y el disfrute de regalar y de ser regalado, no se abandonara la dosis de encanto y de encuentro que para creyentes o no, tienen estos festejos.  Que sigan siendo eso, festejos, y oportunidades de sorprender, de halagar, de demostrar afecto, de compartir al calor del reconocimiento del valor de todos y de cada uno.

Hay modos colectivos que no podemos evitar aunque quizás nos molesten, pero siempre existe la posibilidad de crear con nuestros hijos, grandes o pequeños, lo mismo que con los otros seres queridos, un ambiente especial y propio, sin dejar pasar la oportunidad para resaltar el valor que para nosotros tienen.

Esto es lo que después se vuelve inolvidable: el modo; la particular forma de celebrar que también a nosotros nos hace sentir que esta es una época mágica, aunque pareciera que cada vez menos… pero depende de nosotros.

Usted se separó de su pareja… ¿de sus hijos también?

Hay muchas razones para que una persona que ve terminar su vida matrimonial debido a una separación de pareja, se sienta mal y desee no volver a tener contacto con la persona a quien toma como causante de sus males.  Pero de ahí a que extienda su malestar a sus propios hijos o, peor, a que los tome como recurso para molestar a su pareja, hay una distancia enorme.  Los casos son muchos y los niños afectados, aún más.

Las causas pueden ser múltiples, pero veamos unas pocas y conocidas: él siente que el dinero que entrega para los niños favorece a la madre de estos y sirve para satisfacer caprichos y realizar gastos que no benefician claramente a los hijos; ella no quiere que él lleve a los niños a su casa para verlo dormir todo el día mientras se aburren con la televisión o acompañados por una persona que no los va a cuidar bien porque él tiene que hacer otras cosas; él o ella no quieren que sus hijos se relacionen con la otra persona que “causó” la separación, y menos que hagan amistad con sus hijos; ella o él no tienen capacidad de discriminar que el amor de sus hijos por la otra persona (papá o mamá) no le resta a su relación con ellos, que es algo independiente, y sienten con muchos celos que sus hijos quieran a su nuevo “enemigo” o “enemiga”; él o ella no logran crear un criterio propio porque sus familias opinan en contra de su “ex”, y prefiere no “traicionar” a su propia familia; o, para terminar este brevísimo recuento, es “el otro” o “la otra” el que no permite que los “ex” se encuentren siquiera como padres.

Como vemos, y no porque la lista sea corta sino porque la realidad así lo muestra, en ningún caso los mismos niños son causantes del distanciamiento de sus padres; aunque en todos estos casos, y en muchísimos más, sí son los directamente afectados.

¿Cuál podría ser el factor común?  Errores, distorsiones, malas influencias, falta de claridad, falta de madurez… de uno u otro o los dos padres.

Vale la pena invitarlos, entonces, a una reflexión elemental: sus hijos no tienen responsabilidad alguna respecto de las dificultades que ustedes puedan tener.  Tratar de brindarles lo mejor a sus hijos no alcanza con la intención, es necesario superar dificultades que aún pueden ser importantes entre ustedes como pareja separada, pero que no tienen por qué causarles daño a sus hijos.  No importa que sus buenas acciones también generen algún bienestar a su ex pareja, es más importante que sus hijos tengan cerca, y bien, a cada uno de sus dos progenitores, a quienes sería deseable que siguieran amando y respetando como siempre, y aún más.

Distingan, tanto como les sea posible, lo que es de ustedes como par de esposos, de lo que es su responsabilidad como par de padres.  Si lo logran, y consiguen que sus hijos entiendan que simplemente es posible que el amor se acabe, pero no el respeto, aprenderán mucho de cada uno de ustedes dos, y serán capaces de conformar más tarde sus propias familias sin temores ni desventajas por haber vivido cerca de padres separados.  Si no lo logran, el daño que puede causar cada uno o los dos es enorme.  De hecho, no sería raro que usted, amigo lector separado o amiga lectora separada, no haya sido capaz de conservar su pareja porque sus padres se separaron, no supieron manejar su separación y no le permitieron a usted darse cuenta de todo lo bello, aunque no necesariamente fácil, que existe en torno a la vida de pareja.  Tal vez alcance con un poquito de valentía para que esas relaciones entre “ex” puedan mejorar y contribuyan a salvar a los que tal vez más quieran en sus vidas: a sus propios hijos.  Aunque ni siquiera sería necesario que la relación mejorara.  Bastaría con que cada uno haga todo lo posible por cuidar de sus hijos, sin que medien los rencores, las cuentas pendientes con él o ella.  Con un poquito de cuidado y buena disposición se puede.


Diálogo con los lectores

¿Será que mis hijos tampoco me entienden?  …me reclaman lo mismo que me reclama su papá. ? Lucy T.

Cabe la posibilidad que plantea en su pregunta.  Busque apoyo en alguien de su confianza; sería muy importante saber si los demás están equivocados o si de pronto usted no alcanza a ver con claridad lo que los demás sí.  Trate de mirar las cosas sin apasionamiento, y sobre todo, hágalo con toda honestidad con usted misma.  Jorge Alba.